Es
sabido por todos que no existe la aventura sin riesgo. Desde la propia
definición de la palabra, que significa empresa de resultado incierto o, su
etimología del árabe ad aventus, que
quiere decir algo así como lo que está por venir, la aventura supone
incertidumbre, imprevistos, sorpresa, vitalidad, azar y, por supuesto, también
implica vulnerabilidad, sacrificio, inseguridad, peligro…
No cabe
duda que cuantos más de estos ingredientes formen parte del menú, nuestra
aventura tendrá mayor valor. Esto no quiere decir que los mismos valores sean
iguales para todos, ya que cada persona tiene sus propias aptitudes e
incompetencias y lo que para unos puede resultar fácil, para otros es
insalvable.
Lo que
sí resulta evidente es que la aventura, como si de una moneda se tratase,
presenta dos caras… y ambas son inseparables y no puede existir la una sin la
otra. En la parte positiva está la necesidad vital de realizarla con todo lo
que ello puede llenar el conocimiento y engrandecer el espíritu. En la parte
negativa, estarían los sufrimientos y daños, tanto físicos como psíquicos, que
pudieran producirse y, en el caso más extremo, la muerte…
Los riesgos son inevitables en la
práctica aventurera, pero sí son reducibles mediante el conocimiento y la
preparación. No obstante siempre habrá algo que se escapa a todo control y que
puede marcar el signo de una aventura en un sentido u otro muy diferente. Este
último e importantísimo condicionante no es otro que el azar y, como antaño
escribiera Gracián: “Cómense mejor los
buenos bocados de la suerte con el agridulce de un azar”…
Ángel Alonso
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