Resultan sorprendentes las
conquistas del ser humano en los últimos cuarenta mil años. En tan sólo unos
miles, el Homo sapiens se extendió por todo el planeta haciendo gala de
una extraordinaria capacidad de adaptación a cualquier medio y demostró estar
dotado con una gran inteligencia hasta entonces no superada dentro del reino
animal.
En tan sólo unas decenas de miles
de años, el hombre moderno ha saltado de las sabanas del África Oriental a la
Luna y planea continuar más allá. En un suspiro de la historia de la Tierra,
uno de sus seres ha pasado de luchar por su supervivencia a dominar un sistema
de comunicación global con cualquier punto del planeta, por muy remoto que este
sea.
Pero, en esencia, ¿ha cambiado
tanto el ser humano en todos estos años?... ¿Ha evolucionado tanto su
inteligencia para llegar a donde está ahora mismo?... Yo creo que no.
Básicamente, en su esencia, el Homo sapiens de hace cuarenta o cincuenta
mil años, apenas se diferencia del hombre actual.
Si tuviésemos una máquina del
tiempo y pudiésemos traer hasta nuestros días a un recién nacido primitivo,
le criásemos y le diéramos la misma educación que a cualquier niño y
adolescente actuales, nos sorprenderíamos con lo bien que jugaría a los
videojuegos, se defendería con la informática o las posibles buenas notas que
obtendría estudiando una ingeniería. Evidentemente en el aspecto físico, en su
apariencia, seguro que notaríamos las diferencias, pero no en su inteligencia.
¿Qué es lo que ocurre
entonces?... ¿Cuál es la explicación?... La respuesta es la gran memoria
colectiva y la extraordinaria capacidad de transmisión de conocimientos en el
hombre. Un don innato a la condición humana, que nos ha llevado a la cúspide de
la pirámide evolutiva y que tuvo un origen muy humilde, en un lugar de África,
allá por la noche de los tiempos.
Ángel Alonso
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