viernes, 17 de mayo de 2013

El agridulce de un azar

Es sabido por todos que no existe la aventura sin riesgo. Desde la propia definición de la palabra, que significa empresa de resultado incierto o, su etimología del árabe ad aventus, que quiere decir algo así como lo que está por venir, la aventura supone incertidumbre, imprevistos, sorpresa, vitalidad, azar y, por supuesto, también implica vulnerabilidad, sacrificio, inseguridad, peligro…



No cabe duda que cuantos más de estos ingredientes formen parte del menú, nuestra aventura tendrá mayor valor. Esto no quiere decir que los mismos valores sean iguales para todos, ya que cada persona tiene sus propias aptitudes e incompetencias y lo que para unos puede resultar fácil, para otros es insalvable.

Lo que sí resulta evidente es que la aventura, como si de una moneda se tratase, presenta dos caras… y ambas son inseparables y no puede existir la una sin la otra. En la parte positiva está la necesidad vital de realizarla con todo lo que ello puede llenar el conocimiento y engrandecer el espíritu. En la parte negativa, estarían los sufrimientos y daños, tanto físicos como psíquicos, que pudieran producirse y, en el caso más extremo, la muerte…

Los riesgos son inevitables en la práctica aventurera, pero sí son reducibles mediante el conocimiento y la preparación. No obstante siempre habrá algo que se escapa a todo control y que puede marcar el signo de una aventura en un sentido u otro muy diferente. Este último e importantísimo condicionante no es otro que el azar y, como antaño escribiera Gracián: “Cómense mejor los buenos bocados de la suerte con el agridulce de un azar”
                                                                                                      Ángel Alonso


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