sábado, 4 de octubre de 2014

Navegando entre las sombras

Recuerdo como, hace ya algunos años, navegando por un fiordo en Groenlandia, nos sorprendió la negrura de la noche ártica.


Aunque por aquella época del año apenas eran tres las horas de oscuridad, lo cierto era que la espesa niebla que se formaba a ras del agua impedía ver que había más allá de los tres metros de distancia, siempre y cuando no se consumiesen las pilas de las linternas…

El frío húmedo era insoportable y la sensación de aislamiento total… En esos momentos el mundo quedaba reducido a tres personas sobre una embarcación neumática, tipo zodiak, en medio de un sin fin de bloques de hielo flotando a su antojo por la bahía, de los que tan sólo veíamos los que se acercaban, surgiendo de la niebla, quedando al alcance de los haces de luz de nuestras linternas.

El escenario era de lo más inquietante… Avanzábamos muy lentamente sobre unas negrísimas aguas cuya temperatura apenas superaba en un grado el punto de congelación, mientras, al mismo tiempo, debíamos de ayudarnos de los remos para ir apartando y abriéndonos camino entre el laberinto de hielo que nos rodeaba.

No podíamos quedarnos quietos porque podríamos dormirnos y ser atrapados por la muerte blanca… Tampoco podíamos avanzar demasiado porque nuestras referencias eran todas en movimiento y tan sólo alcanzaban a las fantasmagóricas formas de hielo de los icebergs que éramos capaces de iluminar con las linternas en alguna de sus partes. Pero lo peor de todo aquello, lo verdaderamente aterrador, eran los pequeños bloques de hielo que flotaban entre dos aguas y que parecían un numeroso y feroz enemigo, que constantemente mantenía un despiadado asedio, atacando nuestra embarcación desde todas las direcciones.

Aquello sí que era peligroso… Era una lucha desigual a vida o muerte… Si alguna de las afiladísimas aristas de aquellos témpanos de hielo tocaba la embarcación, podría rasgarla y nos hundiríamos… Y si tan sólo, en el mejor de los casos, se abría una vía de agua, al estar en contacto con ella en un ambiente tan gélido, nos congelaríamos a la deriva en medio de la niebla ártica…

En cualquier caso, queríamos vivir y la única manera de conseguirlo era mantenernos constantemente vigilantes con las linternas y trabajar hasta la extenuación y más allá, apartando con los remos los pequeños bloques de hielo que súbitamente se nos acercaban o tratar de apartarnos de los que, de repente, aparecían ante nosotros.

Fue una lucha épica y gloriosa en medio de un escenario hostil y, casi, irreal. La negrura de las aguas, la espesa niebla, el gran frío reinante, la falta de cielo, las formas inquietantes del cercano hielo iluminado por las linternas… Tan sólo la enorme actividad que tuvimos que realizar y la gran concentración que mantuvimos para salir de aquella, impidió que el miedo inundara nuestro ánimo… Quizás estábamos tan ocupados en resolver la situación que el miedo, en esos momentos, no tenía cabida.

Fueron algo menos de tres horas de oscuridad, pero puedo asegurar que fueron tres horas larguísimas… Todo acabó con la luz tenue con la que puede iluminar un sol que se levanta por el horizonte a las tres y media de la madrugada. Poco a poco todo cambió, lo que antes fuese negro, se fue tornando blanco y azul… Ya no era necesaria la luz de la linterna… La niebla poco a poco se fue apartando e iba dejando al descubierto pequeños canales por los que poder navegar con seguridad… Con la brújula en la mano ya se podía tomar alguna referencia en el horizonte que se abría con un verde lujurioso entre el cielo, el agua y el hielo…

Pusimos rumbo a un poblado cercano con la certeza de que nos habíamos ganado un pequeño descanso y un gran desayuno.


Ángel Alonso

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