Recuerdo como,
hace ya algunos años, navegando por un fiordo en Groenlandia, nos sorprendió la
negrura de la noche ártica.
Aunque por
aquella época del año apenas eran tres las horas de oscuridad, lo cierto era
que la espesa niebla que se formaba a ras del agua impedía ver que había más
allá de los tres metros de distancia, siempre y cuando no se consumiesen las
pilas de las linternas…
El frío húmedo
era insoportable y la sensación de aislamiento total… En esos momentos el mundo
quedaba reducido a tres personas sobre una embarcación neumática, tipo zodiak, en medio de un sin fin de
bloques de hielo flotando a su antojo por la bahía, de los que tan sólo veíamos
los que se acercaban, surgiendo de la niebla, quedando al alcance de los haces
de luz de nuestras linternas.
El escenario
era de lo más inquietante… Avanzábamos muy lentamente sobre unas negrísimas
aguas cuya temperatura apenas superaba en un grado el punto de congelación,
mientras, al mismo tiempo, debíamos de ayudarnos de los remos para ir apartando
y abriéndonos camino entre el laberinto de hielo que nos rodeaba.
No podíamos
quedarnos quietos porque podríamos dormirnos y ser atrapados por la muerte blanca… Tampoco podíamos avanzar
demasiado porque nuestras referencias eran todas en movimiento y tan sólo
alcanzaban a las fantasmagóricas formas de hielo de los icebergs que éramos
capaces de iluminar con las linternas en alguna de sus partes. Pero lo peor de
todo aquello, lo verdaderamente aterrador, eran los pequeños bloques de hielo
que flotaban entre dos aguas y que
parecían un numeroso y feroz enemigo, que constantemente mantenía un despiadado
asedio, atacando nuestra embarcación desde todas las direcciones.
Aquello sí que
era peligroso… Era una lucha desigual a vida o muerte… Si alguna de las
afiladísimas aristas de aquellos témpanos de hielo tocaba la embarcación,
podría rasgarla y nos hundiríamos… Y si tan sólo, en el mejor de los casos, se
abría una vía de agua, al estar en contacto con ella en un ambiente tan gélido,
nos congelaríamos a la deriva en medio de la niebla ártica…
En cualquier
caso, queríamos vivir y la única manera de conseguirlo era mantenernos constantemente
vigilantes con las linternas y trabajar hasta la extenuación y más allá,
apartando con los remos los pequeños bloques de hielo que súbitamente se nos
acercaban o tratar de apartarnos de los que, de repente, aparecían ante
nosotros.
Fue una lucha
épica y gloriosa en medio de un escenario hostil y, casi, irreal. La negrura de
las aguas, la espesa niebla, el gran frío reinante, la falta de cielo, las
formas inquietantes del cercano hielo iluminado por las linternas… Tan sólo la
enorme actividad que tuvimos que realizar y la gran concentración que
mantuvimos para salir de aquella, impidió que el miedo inundara nuestro ánimo…
Quizás estábamos tan ocupados en resolver la situación que el miedo, en esos
momentos, no tenía cabida.
Fueron algo
menos de tres horas de oscuridad, pero puedo asegurar que fueron tres horas larguísimas…
Todo acabó con la luz tenue con la que puede iluminar un sol que se levanta por
el horizonte a las tres y media de la madrugada. Poco a poco todo cambió, lo
que antes fuese negro, se fue tornando blanco y azul… Ya no era necesaria la
luz de la linterna… La niebla poco a poco se fue apartando e iba dejando al
descubierto pequeños canales por los que poder navegar con seguridad… Con la
brújula en la mano ya se podía tomar alguna referencia en el horizonte que se
abría con un verde lujurioso entre el cielo, el agua y el hielo…
Pusimos rumbo
a un poblado cercano con la certeza de que nos habíamos ganado un pequeño
descanso y un gran desayuno.
Ángel Alonso
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