A menudo cuando, tras la
realización de alguna expedición, he regresado de las regiones heladas del Gran Norte, muchos son los que me han
preguntado cómo es el Ártico y cómo se desenvuelve allí la vida para nosotros.
Pues bien, con toda modestia y brevemente, voy a tratar de contarlo…
En el Ártico se sufre y se
disfruta… Se viven momentos de máxima excitación y, también, de serena
tranquilidad… Se puede sentir el más inquietante aislamiento y, también, la conexión cósmica con todo lo que nos
rodea.
El cuerpo y la mente deben de
adaptarse para sobrevivir en un ambiente, no apto para la vida humana, donde la
monotonía del paisaje, el frío y las pocas o muchas horas de luz solar,
delimitan el entorno donde los expedicionarios deben de marcarse su propia
disciplina diaria, sus propios protocolos y normas sociales de convivencia y,
también, deben de mantener una buena dosificación y descanso, buscando el
confort en el escenario menos propicio para ello.
La aventura ártica, siempre
intensa y gratificante, permite vivir momentos mágicos que quedarán para
siempre en la mente de quienes los experimenten. El asistir a la irrupción del
sol rojo del amanecer sobre la blanca superficie de la banquisa… El sentirnos
envueltos por un lujurioso manto de estrellas de un cielo nocturno, salpicado
de meteoritos y en donde el premio más hermoso, si hay suerte, lo constituye la
contemplación de la aurora boreal… La observación del viento barriendo la nieve
de superficie o, incluso, el vivir una tempestad ártica en medio de una
travesía…
Sin embargo, si hubiera que
escoger el momento paisajístico más maravilloso del día, sin lugar a dudas, esa
distinción le correspondería al anochecer. Son tantos los colores de los que se
tiñe el cielo y las tonalidades que adquieren la nieve y el hielo del suelo,
que resulta muy difícil acercarnos a la descripción de tanta belleza natural,
con tan sólo la palabra.
Al regreso se siente que, tal
vez, el camino tan sólo acaba de comenzar… Por eso siempre se quiere volver.
Ángel Alonso
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