No me gusta el pollo… Bueno,
realmente no es que no me guste, lo que pasa es que lo tengo manía… Y creo que
ese recelo hacia el símbolo de la inflación está más que justificado ya que,
hace ya mucho tiempo, estuve comiendo pollo durante cinco años en un internado.
Día tras día, allí tuve la
oportunidad de comprobar y degustar la gran variedad de formas y recetas en las
que se puede presentar en un plato este ave tan digna y familiar. Pollo frito,
pollo con tomate, pollo en salsa, pollo al ajillo, pollo al limón, pollo asado,
alitas de pollo, muslos de pollo, hamburguesas de pollo, croquetas de pollo,
pollo al chilindrón, pollo al vino, sopa de pollo, pollo a la jardinera, filete
de pollo, pollo empanado… Y algo así como cien formas más de preparar el pollo
me siguen amenazando desde lo más recóndito de mi memoria.
Ni que decir tiene, que desde
que superé aquella etapa de mi vida mi relación con esta gallinácea, gran
protagonista en la alimentación humana, ha sido casi nula o, cuando menos,
escasa. Mi vida transcurría con normalidad lejos de los senderos del pollo y mi
voluntad se mantenía sin tener que decidirse entre muslo o pechuga…
Pensaba que mi divorcio con el
pollo, fruto del desamor, era definitivo y que mi relación con este excelente
alimento no volvería a pasar de algún que otro coqueteo esporádico o un
encuentro tardío dominado por las circunstancias o el compromiso.
Sin embargo y nada me hacía
sospecharlo, en una antigua expedición a Kenia, todo eso iba a cambiar… Como si
se hubiese liberado una antigua pesadilla tras realizar un conjuro mágico, de
nuevo el pollo iba a entrar en mi vida… ¡Muchas veces! En realidad creo que,
desde que llegué a Kenia, no comí otra cosa que pollo… Cucu, como se
dice en shuajiri.
Reconozco que el pollo
soluciona, es fácil de transportar y, bien frito, previene de la ingestión de
parásitos, tan abundantes por esas latitudes. Pero vivía con el temor de que,
en cualquier momento, empezaran a salirme plumas… Recuerdo que hasta ese
momento resignación y a guardar la línea.
Lo que nunca me esperaba y
confieso que me cogió completamente desprevenido, fue lo que a continuación voy
a relatar… Iba a ser mi última comida en Nairobi antes de partir hacia el
aeropuerto para volver a casa. Me sentía alegre y con ganas de experimentar y
adentrarme en la gastronomía keniata. Estaba dispuesto a comer cocodrilo,
jirafa, ñu o cualquier otra cosa exótica y tradicional que un buen
restaurante de la capital de Kenia
pudiera ofrecerme.
Con ese espíritu fue con el
que me dirigí a Kabaka, mi guía y conductor, para decirle que nos fuésemos a
comer a un buen restaurante. Le dije que no me importaba que fuese un poquito
caro y que los dos nos íbamos a dar un homenaje con alguna buena especialidad
de Nairobi. Vi como Kabaka se puso muy contento y, con la cara iluminada, me
dijo que íbamos a ir a un magnífico restaurante que él conocía y que dejara
todo en sus manos porque allí preparaban una de las especialidades más
apreciadas de Nairobi.
Con Kabaka ejerciendo de buen
anfitrión y explicándome las excelencias del plato que íbamos a degustar,
tomamos posesión en la mesa del restaurante. Mi curiosidad y mi ilusión iban en
aumento intentando adivinar en qué podría consistir aquella exótica delicatesem
keniata, cuya inminente presencia en nuestra mesa disparaba la locuacidad y el
entusiasmo de Kabaka… Por mucho que intentaba sonsacar a mi guía sobre la
naturaleza o composición de esa, tan ensalzada, especialidad, no había manera…
Había que esperar…
Cuando la camarera puso la
bandeja en el centro de la mesa tuve que hacer un esfuerzo para no venirme
abajo y para no desilusionar a Kabaka, que me explicaba alborozado que aquel
era el mejor cucu de toda África… Una
vez más el destino y el pollo volvieron a burlarse de mí…
Ángel Alonso
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