domingo, 10 de agosto de 2014

El pollo siempre vuelve

No me gusta el pollo… Bueno, realmente no es que no me guste, lo que pasa es que lo tengo manía… Y creo que ese recelo hacia el símbolo de la inflación está más que justificado ya que, hace ya mucho tiempo, estuve comiendo pollo durante cinco años en un internado.



Día tras día, allí tuve la oportunidad de comprobar y degustar la gran variedad de formas y recetas en las que se puede presentar en un plato este ave tan digna y familiar. Pollo frito, pollo con tomate, pollo en salsa, pollo al ajillo, pollo al limón, pollo asado, alitas de pollo, muslos de pollo, hamburguesas de pollo, croquetas de pollo, pollo al chilindrón, pollo al vino, sopa de pollo, pollo a la jardinera, filete de pollo, pollo empanado… Y algo así como cien formas más de preparar el pollo me siguen amenazando desde lo más recóndito de mi memoria.

Ni que decir tiene, que desde que superé aquella etapa de mi vida mi relación con esta gallinácea, gran protagonista en la alimentación humana, ha sido casi nula o, cuando menos, escasa. Mi vida transcurría con normalidad lejos de los senderos del pollo y mi voluntad se mantenía sin tener que decidirse entre muslo o pechuga…

Pensaba que mi divorcio con el pollo, fruto del desamor, era definitivo y que mi relación con este excelente alimento no volvería a pasar de algún que otro coqueteo esporádico o un encuentro tardío dominado por las circunstancias o el compromiso.

Sin embargo y nada me hacía sospecharlo, en una antigua expedición a Kenia, todo eso iba a cambiar… Como si se hubiese liberado una antigua pesadilla tras realizar un conjuro mágico, de nuevo el pollo iba a entrar en mi vida… ¡Muchas veces! En realidad creo que, desde que llegué a Kenia, no comí otra cosa que pollo… Cucu, como se dice en shuajiri.

Reconozco que el pollo soluciona, es fácil de transportar y, bien frito, previene de la ingestión de parásitos, tan abundantes por esas latitudes. Pero vivía con el temor de que, en cualquier momento, empezaran a salirme plumas… Recuerdo que hasta ese momento resignación y a guardar la línea.

Lo que nunca me esperaba y confieso que me cogió completamente desprevenido, fue lo que a continuación voy a relatar… Iba a ser mi última comida en Nairobi antes de partir hacia el aeropuerto para volver a casa. Me sentía alegre y con ganas de experimentar y adentrarme en la gastronomía keniata. Estaba dispuesto a comer cocodrilo, jirafa, ñu o cualquier otra cosa exótica y tradicional que un buen restaurante  de la capital de Kenia pudiera ofrecerme.

Con ese espíritu fue con el que me dirigí a Kabaka, mi guía y conductor, para decirle que nos fuésemos a comer a un buen restaurante. Le dije que no me importaba que fuese un poquito caro y que los dos nos íbamos a dar un homenaje con alguna buena especialidad de Nairobi. Vi como Kabaka se puso muy contento y, con la cara iluminada, me dijo que íbamos a ir a un magnífico restaurante que él conocía y que dejara todo en sus manos porque allí preparaban una de las especialidades más apreciadas de Nairobi.

Con Kabaka ejerciendo de buen anfitrión y explicándome las excelencias del plato que íbamos a degustar, tomamos posesión en la mesa del restaurante. Mi curiosidad y mi ilusión iban en aumento intentando adivinar en qué podría consistir aquella exótica delicatesem keniata, cuya inminente presencia en nuestra mesa disparaba la locuacidad y el entusiasmo de Kabaka… Por mucho que intentaba sonsacar a mi guía sobre la naturaleza o composición de esa, tan ensalzada, especialidad, no había manera… Había que esperar…

Cuando la camarera puso la bandeja en el centro de la mesa tuve que hacer un esfuerzo para no venirme abajo y para no desilusionar a Kabaka, que me explicaba alborozado que aquel era el mejor cucu de toda África… Una vez más el destino y el pollo volvieron a burlarse de mí…      


Ángel Alonso

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