Cada 22 de abril, desde 1970, cada año se
celebra el Día Mundial de la Tierra… Comenzó, años antes, como un poderoso
movimiento estudiantil en Estados Unidos y desde allí, el espíritu de ese día
prendió rápidamente por todo el planeta.
En definitiva, ¿quién podía oponerse a una jornada de concienciación al año, para hacer balance sobre nuestra relación con la Tierra? Al fin y al cabo, la Tierra es nuestro único hogar y también el de millones de especies distintas. Hasta el momento y en todo el Universo, solo tenemos constancia de un planeta que presente las condiciones idóneas para la existencia de vida… Esto representa, por un lado, una tremenda suerte, y por otro, un cierto grado de responsabilidad por parte de quienes habitamos en ella.
Si para algo ya ha servido el Día de la Tierra, es para concienciarnos de que este planeta no es nuestro en propiedad, sino que en él tan sólo estamos de paso y que tenemos la obligación, no sólo de dejarlo igual que nos lo encontramos, sino que debemos esforzarnos por mejorarlo para los verdaderos propietarios que no son otros que el resto de las criaturas que lo habitan y nuestras generaciones futuras… Es lo menos que debemos de hacer…
Aunque siempre hay tendencia a resaltar la catástrofe y evidenciar un futuro catastrófico, lo cierto es que el Día Mundial de la Tierra debería celebrarse como una fiesta en la que felicitarnos por vivir en el lugar más bello del Universo.
Que el clima está cambiando de forma acelerada es algo que actualmente ya todo el mundo sabe... Estamos inmersos en un cambio climático que comenzó hace doce millones de años y que, por la acción del hombre, hemos conseguido que el proceso aumente su velocidad en los últimos dos mil años, de los cuales el pasado siglo se ha mostrado como definitivo.
Todo parece nuevo, pero sin embargo no lo es. Hace ya muchos años tuve el privilegio de conocer a uno de los últimos grandes de la exploración, al antropólogo, geógrafo y biólogo, el noruego Thor Heyerdahl, cuyo fallecimiento se produjo en abril de 2002… Pues bien, años antes, ya por entonces, mi siempre admirado científico y aventurero, me habló como en 1969 y 1970 la comunidad científica se había percatado del aumento del nivel de los océanos y cómo entre 1977 y 1978 se tuvo conciencia, por primera vez en la historia, del cambio de los monzones.
Fue en 1978 cuando los pescadores de la India, del Golfo Pérsico y de África, se dieron cuenta por primera vez que el Monzón ya no funcionaba igual que lo había hecho durante miles o, tal vez, millones de años. Ya por entonces, hace cuatro decenios, ya se hablaba del famoso problema del agujero de ozono y del aumento de la desertificación. El hombre estaba consiguiendo lo que parecía imposible: cambiar los vientos y, con ellos, las corrientes oceánicas y el clima global del planeta.
Hoy día ya sabemos que una pequeña alteración en el régimen de la corriente de Humboldt, en Perú, puede retrasar o adelantar las lluvias monzónicas al otro extremo del mundo y, por desgracia, ya también sabemos que la actividad industrial y económica ha contaminado, calentado y, por tanto, está alterando los flujos oceánicos, lo que equivale a acelerar artificialmente un proceso irreversible de cambio climático para el que aún no sabemos si estamos preparados para sobrevivir.
De momento sigamos concienciándonos, celebrando el Día Mundial de la Tierra, o lo que es lo mismo, continuemos felicitándonos por vivir en el lugar más bello del Universo.
Ángel
Alonso
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