El relato me horrorizó e hizo que me viniese a la cabeza la imagen del pueblo muriendo de hambre mientras, en el Palacio del Potala en Lhasa, se amontonaban las estatuas de oro y abundaban todo tipo de riquezas… Dicho lo anterior, el tibetano continuó su relato y, en tono muy triste, sentenció: “tras la invasión china, ahora comemos todos los días, pero no tenemos libertad…”
En aquel momento y una vez me quedé a solas, recordé otra escena que, tiempo atrás, presencié en Katmandú y que también me había impactado… Me encontraba visitando un templo hinduista nepalí, cuando de repente observé con espanto como un niño, vestido con harapos, competía con las ratas para adueñarse del contenido alimenticio de unos pequeños cuencos depositados, a modo de ofrenda, a los pies de una pequeña estatuilla religiosa, en un humilde altar… El niño era rápido y procuró ingerir todo lo que pudo hasta que uno de los vigilantes le atrapó y le expulsó fuera.
Me acuerdo que, en aquel momento, la repulsa y la indignación me impidieron asimilar la experiencia con objetividad. Sin embargo, al observar la tristeza en el rostro de mi compañero tibetano, recordé la cara iluminada de aquel niño que arrebataba a las ratas, un poco de comida… ¿Aquel niño nepalí era feliz? Supongo que no. No obstante, en su pequeño rostro se dibujaba una mueca de satisfacción por haber conseguido un poco de alimento que le permitiría continuar con vida un poco más.
Cuando volví a observar la cara de mi conductor en sus ojos apenas había luz… Es verdad que ahora comía todos los días, pero su espíritu estaba apesadumbrado. Por supuesto no soy quién para juzgar a nadie y menos en situaciones de extrema necesidad, pero recuerdo que había una diferencia notable entre el brillo de los ojos de aquel niño nepalí y el adulto tibetano. El contraste estaba en la chispa de la mirada que, sin duda, estaba relacionada con la disponibilidad o la ausencia de algo vital para el ser humano y, por añadidura, para todas las criaturas que pueblan La Tierra… La sensación de libertad.
A lo largo de la historia de la Humanidad, la lucha por la libertad ha sido algo intrínseco a la condición de seres humanos. Por la libertad se ha entregado la vida y se han protagonizado las mayores heroicidades y actos de máxima generosidad hacia los demás. Generaciones y generaciones de todos los tiempos se han sacrificado para que sus descendientes pudiesen vivir en libertad y los avances sociales han ido encaminados a asegurar este derecho fundamental de las personas.
Sin embargo, la libertad no es algo que se deba descuidar. Hay que amarla, cultivarla y protegerla, como el tesoro valiosísimo que es y porque, desgraciadamente y en pleno siglo XXI, siempre hay quien cae en la tentación de querer mejorar su vida y consolidar sus intereses personales, a costa de limitar los derechos y libertades del resto de los ciudadanos que, por ignorancia o por un exceso de credulidad, acaban cayendo en las trampas de personajes disfrazados de demócratas y aficionados al totalitarismo.
Nunca hay que descuidar la libertad y de todos y de cada uno de nosotros depende que podamos seguir disfrutando de ella. Ángel Alonso
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