Alrededor de las hogueras de San Juan cuentan que, hace ya muchos años, un personaje, ambicioso, amoral y sin escrúpulos, llegó a las vidas de los habitantes de una remota isla, tomándolas al abordaje, gracias a un pacto con lo mejor de cada casa de los “hermanos de la costa”.
No hubo clemencia, ni se hicieron prisioneros… y en muy poco tiempo se adueñaron de todo el botín, fortificándose para que no se lo pudiesen arrebatar, repartiendo a los suyos por los puntos estratégicos, generadores de riqueza y de control del poder, después de pasar a cuchillo a los anteriores administradores y por la quilla a los más significativos…
Pero sabido es que los piratas gestionan mal… Lo suyo es más bien atacar, saquear y gastar. No suelen estar demasiado tiempo en un mismo sitio y, por lo general, cuando se van, lo dejan todo arrasado. Además, no tienen por costumbre echar arraigo porque, como desconfían de ellos mismos y se traicionan continuamente, acaban peleándose y muchos son arrojados por la borda para terminar siendo comida para los peces.
El caso es que el personaje de nuestra historia, al que a partir de ahora llamaremos Antonio, le cogió el gusto a eso de mandar, disfrutar de los palacios de la isla con sus amigos y utilizar el carruaje oficial para trasladarse a cualquier sitio… Se pegaba la gran vida y se cuidaba mucho de que sus allegados se la pegasen también para evitar que le traicionasen.
Pero claro, para poder mantener todo eso, cada vez necesitaba recaudar más impuestos que justificaba como acción imprescindible para poder llevar a cabo políticas sociales, la creación del estado del bienestar insular y el avance en el consenso progresista… Mentía más que hablaba, porque tomaba por idiotas a los habitantes de la isla y, a cada problema, engañaba a la gente prometiendo ayudas económicas y anunciando medidas que nunca llegaban.
Haciendo gala de un grado de incompetencia fuera de lo común, Antonio fue incapaz de tomar una sola medida adecuada para solucionar algún problema, mientras su prioridad parecía ser la de seguir creando nuevos impuestos, para sacarle el dinero a los lugareños. Con todo ello la economía iba cada día a peor y la sombra de la ruina comenzaba a visitar a los habitantes de la isla.
A pesar de los anuncios, de las promesas y de agitar el miedo sobre la posible llegada de piratas extremistas y radicales, Antonio no podía evitar que cada vez que asomaba su cara por el exterior la gente le abucheara y le increpara, demostrando el creciente hartazgo de los habitantes de a isla, incapaces ya de soportar la simple visión de la cara de Antonio…
Alrededor de las hogueras de San Juan, los que recuerdan aquella triste historia, cuentan que Antonio tuvo la oportunidad de subirse a su barco, izar velas y partir con viento a favor. Pero aferrándose a nadie sabe qué manual de resistencia, decidió agarrarse como una garrapata a eso de mandar, los palacios con amigos y al carruaje oficial, y aguantar, a cada día, un día más…
El caso es que el hartazgo de los isleños consiguió que se organizasen, primero, en una disidencia moderada para, a continuación, dar paso a una alternativa seria y competente, que acabaría por juzgar a Antonio por piratería y un motón de cargos más…
Nadie sabe con exactitud qué ocurrió después, porque nunca más se supo. Lo último de lo que quedó constancia, en las crónicas de la época, es que Antonio recibió “la mancha negra”, sin duda, el “saludo agradecido” de sus antiguos compañeros de correrías: “los hermanos de la costa…”
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