Siempre existen sensaciones y
recuerdos que quedan para siempre guardados en nuestro armario espiritual.
Un anochecer a la orilla del mar.
Navegar con la mar en calma bajo las estrellas. La contemplación de la aurora
boreal, inmersos en un paisaje ártico. La observación de la Luna llena elevándose
sobre las dunas del desierto. La visualización de un cielo surcado por
meteoritos a casi seis mil metros de altura en plena Cordillera del Himalaya. Todos
estos recuerdos tienen una ubicación común… La noche.
La ausencia de luz solar y la
oscuridad en la que, con el discurrir de la evolución humana, abandonamos la
actividad y consagramos al descanso y que, con el descubrimiento del fuego,
también dedicamos a las reuniones sociales, a la liberación de la imaginación,
a la espiritualidad, a la transmisión de la experiencia colectiva, al
entretenimiento y, por qué no, también a la magia.
Esa magia que tiene la noche que
acentúa nuestras sensaciones y nos hace más perceptivos y más receptivos
emocionalmente. La fascinación y el misterio se suman a la belleza inquietante
de la nocturnidad en plena naturaleza. Quizás a la luz de un cielo estrellado
nos encontramos más desinhibidos y, por eso, somos más propensos a enamorarnos.
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