Hace más de tres millones de años
las madres, al igual que las actuales, deseaban tener hijos muy inteligentes y
con cerebros grandes…
El caso es que esas mayores dimensiones
craneales comportaban para las madres, un elevado riesgo de muerte en el parto
y, en consecuencia, la adaptación evolutiva propició que nuestros antepasados
tuvieran hijos con cerebros inmaduros. Es decir, los primeros homínidos del
género Homo requerían un par de años
después del nacimiento para completar su desarrollo cerebral, al igual que
sucede hoy.
Un niño es una máquina de
exploración… En la actualidad están más protegidos pero, hasta hace poco tiempo
y antropológicamente hablando, debían de aprender con rapidez todo lo que
precisaban para sobrevivir. Todo esto supone una ventaja enorme en comparación
con nuestros parientes los simios, pues el cerebro de nuestros niños se
desarrolla en el entorno donde vive, adaptándose a las diversas experiencias.
El bebé humano transforma y
modifica su conducta a medida que recibe diversos estímulos ambientales.
Lógicamente se hace necesario proteger el entorno de una criatura tan pequeña,
en lugar de permitir que lo explore libremente… La transmisión de la cultura a
través del lenguaje reduce los peligros y, en definitiva, eso es lo que
conocemos como educación.
El hombre nace y muere explorador
y, en nuestros genes, llevamos el ansia de conocimiento y de descubrimiento de
lo nuevo, de lo ignoto, de saber que hay más allá… Puede que, incluso, el
mismísimo momento de la muerte constituya el último y supremo acto de la
exploración: el de descubrir que hay después de la vida.
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