Ayer, mientras estaba en mis cosas, el
presidente del Gobierno volvió a comparecer televisivamente, por enésima vez,
ante los españoles. Durante su nuevo monólogo aburrió, mintió, confundió,
intrigó… y no dijo nada… En fin, lo normal. Pero esta vez hubo algo que me
llamó tristemente la atención con respecto a otras ocasiones. Al comienzo de su
intervención, en un intento de empatía impostada, quiso destacar la labor del
personal sanitario durante los peores momentos de la pandemia tratando de
explicar el por qué este colectivo, en sus propias palabras, “ponía en
riesgo su salud para ayudar a los demás”.
Aunque se notaba que estaba leyendo,
Sánchez se lio en la explicación mezclando cosas superficiales que, al menos a
mí y tras escucharle, me dejó un mensaje parecido a que “el personal
sanitario se vuelca con los afectados porque son muy cariñosos y familiares, y
ponen en riesgo su salud porque les gusta cuidar a la gente, aunque pertenezcan
a otras Comunidades de España…” Otorgando
al presidente la posibilidad de que se equivocara y desvirtuase lo que quería
decir, o se saltase de línea al leer, e incluso que en un instante de
desatención por mi parte lo entendiese mal, lo cierto es que viéndole en
televisión, en su pose de mal actor, me invadió una sensación de abatimiento
por todos los fallecidos, por todos los que han dado y están dando lo mejor de
sí mismos y por todos los españoles, huérfanos de un presidente del Gobierno
que sea digno de serlo.
La verdad es que, a estas alturas, poco
debiera sorprender que el señor Sánchez no tenga claro el por qué el personal
sanitario se vuelca en ayudar a los enfermos y, en realidad, tampoco debería de
extrañar que el círculo que le escribió el discurso mareara la perdiz,
sin decir nada… No sé si por aliviar mi desazón o por una afición divulgadora,
desde la modestia, voy a intentar arrojar algo de luz sobre la idea que, tal
vez, el presidente del Gobierno quiso transmitir. Para hacerlo, usaré el mismo
símil bélico tan utilizado y que tanto gusta al señor Sánchez para referirse a
la crisis del coronavirus…
Dicen los que saben de esto que, justo
antes de entrar en combate, a los soldados les invade una especie de examen de
conciencia que los lleva a revisar si todo lo que les concierne “está
controlado”, por mucha adversidad que les envuelva.
Tiempo ha habido para el adiestramiento,
el entrenamiento físico y psicológico, la puesta a punto de equipos y
armamento, el diseño de tácticas y actualización de protocolos de actuación…
Todo ello se convierte en bagaje imprescindible del que espera en su puesto a
que el enemigo advierta de su proximidad, en cualquier momento.
Ya de nada sirve lamentarse por no haber dedicado
más tiempo a mejorar la puntería, por no haberse curado en condiciones esa
lesión que dificulta la agilidad del movimiento o por no haberse podido
instruir, un poco más, para combatir al enemigo en mejores condiciones… Lo que
hay, es lo que hay.
De momento se agradece la valiosa
información de la que se dispone y se ha procurado aprovechar al máximo la
ventaja de conocer, aunque hubiese sido con un mínimo de antelación, las intenciones
y opciones del enemigo en un posible ataque… Como el trabajo de campo ya estaba
hecho con anterioridad y las líneas de actuación lo suficientemente explicadas
y practicadas, el tiempo de reacción ha sido mínimo para que cada soldado esté
ocupando su puesto con el equipo necesario y las mejores garantías posibles.
Por riguroso orden de prioridad, desde los
de primera línea, hasta los de retaguardia y el núcleo de reserva, están municionados,
poco comidos (no es muy recomendable tener el estómago lleno), hidratados y con
la tensión que corresponde a cada escalón de combate. Como soldados, todos son
conscientes del riesgo de muerte y, “por si acaso”, creyentes, poco creyentes y
nada creyentes, han recibido la absolución colectiva y la bendición del páter
militar… Otra cosa más: el alma en orden.
Se va acercando el momento de la verdad y,
una vez más, se repasan equipos, consignas e instrucciones. Se refuerzan los
lazos de amistad y compañerismo. Se desean lo mejor los unos a los otros. Se
lanzan las últimas proclamas, mensajes de ánimo y arengas, seguramente aderezadas
con alguna nota de humor… y, a continuación, el silencio más absoluto.
Son soldados y son valientes por
definición. Toda su vida se han estado preparando para llegar a ese momento
supremo y están donde deben de estar… Es su deber y sabedores del riesgo que
corren… Si en ese momento se les pudiese preguntar, nadie desearía estar en
otro lugar… Pero justo antes de iniciarse el combate, los pensamientos que
hasta ese instante han ocupado sus mentes quedan desplazados por un íntimo
temor universal que invade a todos los buenos soldados del mundo: el miedo a
fallar…
¿Fallar?... Sí. Miedo a fallar a sus
compañeros, a sus jefes y subordinados. Miedo a fallar a su país, a su pueblo,
a sus amigos, a su familia… En definitiva, miedo a defraudar a los que confían
en ellos y, con ese sentimiento de responsabilidad, apoyados en la instrucción
y con el subidón de adrenalina, lucharán hasta la victoria o hasta que no quede
nadie que pueda seguir combatiendo.
Se trata del consciente sacrificio de unos
pocos para salvar al colectivo. Una práctica ancestral que hunde sus raíces en
el sentimiento de pertenencia a la tribu… Algo que nació con las
primeras sociedades y que estableció los vínculos imprescindibles para el
desarrollo de las civilizaciones a través de los tiempos.
Sigamos con el ejercicio y volvamos a los
tiempos actuales… Situémonos en nuestra amada España en plena crisis del coronavirus.
Abandonemos el símil bélico y sustituyamos a los anteriores soldados por el
personal sanitario, por las policías y Guardia Civil, por el personal de las
Fuerzas Armadas, por los bomberos, por los transportistas, por los comerciantes
y el personal de los supermercados que continúan abasteciéndonos, el personal
de servicios esenciales que velan para que no falten el suministro de agua, de
electricidad, las comunicaciones, los servicios informáticos, etc.
Tampoco nos olvidemos de incluir en esa
ilustre nómina a periodistas, educadores, personal de limpieza, agricultores,
ganaderos, pescadores, científicos, gestores, personal de la industria y, en
definitiva, trabajadores de toda condición que, con su esfuerzo, contribuyen a
que la vida continúe pese al coronavirus… y pese al Gobierno. Porque, y tampoco
ahora quisiera extenderme demasiado en este asunto, si hay algo que “rechina”
desde el principio y durante toda esta crisis es el Gobierno.
Por ser breve… Mientras que todos y cada
uno de los colectivos, antes citados, han acreditado un generoso sentimiento
de pertenencia a la tribu, dando lo mejor de sí mismos en cada ocasión, el
Gobierno que tenemos da la sensación de estar a lo suyo, a lo de ellos, con una
evidente ausencia de empatía y sin indicios del sentimiento de pertenencia a
la tribu. En lugar de ello hemos sufrimos su incapacidad, su mala gestión,
su tacticismo, sus intrigas, su propaganda, sus mentiras… y, por si no fuera
suficiente, a poco que nos descuidemos nos quitarán la libertad.
No imagino mayor honor y responsabilidad
que gestionar el día a día y planificar el futuro de un país… Ni existe mejor
nación en el mundo que la española y, por ello, merecemos los mejores
gobernantes. Lamentablemente y cada día con mayor preocupación, tengo claro que
con este presidente y por mucho sentimiento de permanencia que tengamos, es
imposible salvar la tribu.
Ángel
Alonso
Dedicado a todos aquellos españoles
que, a lo largo de la historia, con generosidad hacia los demás y en las
ocasiones difíciles, han demostrado su sentimiento de pertenencia a la tribu.
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